El baile de las copas y flores - Victoria López


El humo de los inciensos se elevó en espirales tratando de traer una paz que no existía. Colgaban de varias columnas que se alzaban a ambos lados de la extensa habitación. Pero por más altas que fueron estas columnas, hasta ellas parecían inclinarse ante la estatua del Dios Apolo, ubicada al final del templo.

Entre la penumbra, sólo la luz de las estrellas logró colarse por las puertas abiertas, e iluminar la figura arrodillada a los pies del dios. Una sacerdotisa, Circe. 

Se inclinó tanto hasta que la frente rozó el suelo de mármol y la melena enrulada le cubró la cara. Debía reverenciarse, Apolo merecía su total devoción… Aún así, el aroma a incienso del Líbano y el telón de rizos, sólo intentaban ocultar la vergüenza que le subía por la garganta. Y el cómo apretujaba un ramo de flores blancas contra su pecho. 

<< ¿Qué hice? ¿Qué hice?>> Se repitió una y otra vez. Simplemente había pasado frente a los canales de riego de camino al templo, no fue su culpa que las flores de cicuta la tentaran, o que la impulsividad le hiciese arrancar un ramo entero. No, su culpa fue haberla dejado llevar por el temor que le producía la imagen de un hombre en particular. Y las flores de cicuta, cargadas de un veneno letal, le dieron la respuesta. 

Una vergüenza, una completa vergüenza.

Ella era un Oráculo del Templo de Apolo, la Pitonisa. Su tarea era traducir los mensajes divinos, no planear un asesinato. 

<<Las demás sacerdotisas van a buscar su oportunidad>> Pensó. Después de todo, ella era la única Oráculo en ser una verdadera doncella; no una mujer vieja y separada, que buscaba revivir sus tiempos de soltería. Por eso mismo Circe sabía que estaba bajo la mirada de toda Grecia, y aún así deseaba ver cómo el cuerpo de aquel hombre, el señor Cadmo, cayera inerte; envenenado.

Saliva trago. Un solo error y la exiliarían, ¡No podía hacerle eso!

La opresión en el pecho sofocó a Circe, quien alzó la cabeza con el nudo en la garganta, y junto a un par de lágrimas observó los ojos de la estatua:

—Perdóname Apolo… —Las palabras le salieron temblorosas—. Pero no puedo permitir que ese hombre traiga la oscuridad del pasado y manche la pureza de mi presente.

Al día siguiente a aquella noche de angustia, llegó la fiesta que toda Esparta y otras ciudades griegas guardaban con entusiasmo; la misma que Circe adoraba, y que usaría para ejecutar su plan.

 “Las Carneas”, una fiesta de nueve días y presentada cada cuatro años para rendir honor al Dios Apolo Carneo. En donde las competencias atléticas y musicales duran desde el amanecer hasta la salida de las estrellas; momento en el cual se ofrecían los sacrificios y celebraban los rituales de purificación. 

De esa forma transcurrió el tiempo. Hasta que el amanecer del octavo día llegó para pintar con rayos dorados cada rincón de los campos griegos. Al mismo tiempo, la ciudad escuchó las primeras baladas mañaneras, venerando las proezas del dios, para así anunciar la tercera etapa del festival, en la cual se armaría un gran banquete a la par de obras teatrales: “La Carnea del Vino”. 

Circe despertó temprano aquel día, antes que los pájaros se levantasen y los cocineros decoraran los postres y preparando sus materiales para al mediodía dirigirse hacia la ciudad perfectamente preparada. 

Se movió entre callesjones viejos inundados por el aroma a humedad y las ratas, pero estaba oculta. Desde uno de esos mismos observará a la multitud. Cientos de personas corrían sosteniendo canastas de panes, bandejas rebosantes de frutas, quesos, carnes doradas y tortas.

Acomodó sus rizos, consciente del frasquito con el veneno de cicuta atado de una soga a su cintura; por suerte la túnica lo ocultaba. 

<<Es el momento>>Se dijo.

Salió del callejón y el aroma de las delicias el toque de lleno. varias personas soltaron quejas al verla, la esquivaron con prisa y siguieron su camino por la calle llevando los platillos encima. Al final de esta podía observarse la plaza que se abría paso en medio de la ciudad. Lugar donde se encontró la mesa del banquete, y de seguro el Señor Cadmus.

Circe presionó los labios, tomando el valor suficiente para ir en la misma dirección. Lo peor es que aún no tenía un plan concreto.

Recta igual a una tabla, agradeció a los dioses por la multitud, de esa forma nadie se percataría de ella. Ni de cómo miró fijamente a un muchacho que intentaba atravesar el mar de personas con una bandeja llena de copas. 

Se acercó al lado del joven de forma cautelosa, al mismo tiempo que este volteó en dirección opuesta. Circe aprovechó la oportunidad: Estiró el brazo, robó una copa de vino y con la velocidad de una sombra se escabulló de nuevo hacia el resguardo de los callejones cubiertos por pestes.

Abró el frasquito y vertió el veneno en la bebida mientras murmuraba plegarias a los dioses para que se apiadasen de su alma; ¿Qué pensarían al verla cometer un acto tan vil? 

Movió la cabeza de lado a lado espantando los pensamientos deseosos por distraerla. Pronto, se encontró corriendo entre los diferentes pasadizos. Atravesó varios caminos hasta que los rayos del sol la segaron al asomarse por una salida entre dos edificios: la plaza estaba enfrente suyo.

Algunos de los presentes empezaron a degustar los platillos mientras otros seguían trayendo comida. Buscó con la mirada al señor Cadmus pero no lo encontró. En cambio, observe cómo el muchacho de las copas se acercó a la mesa para dejarlas sobre ésta con bandeja y todo, pero a punto de acomodarlas volteó. ¿Alguien lo llamó? La sacerdotisa no lo supo, sólo pudo ver volver por donde vino, dejando las bebidas solas.

Apresurada, marchó hacia las copas cargadas de vino. Tuve su oportunidad. Dejó la bebida envenenada mezclada con el resto, ¡Su plan iba a resultar! El corazón le retumbaba en el pecho, producto del entusiasmo mezclado con terror. Ahora debía encontrar al señor Cadmus y… ofrecerle la bebida.

Un escalofrío le recorrió la columna de sólo pensar en tenerlo frente a frente.

-¡Circe! ¡Estrella mía! —Llegó un grito desde no muy lejos.

A Cirse se le tensaron los hombros, y cerró los ojos con fuerza, deseando que la voz de aquel hombre al cual veía día tras día desapareciera. Volteó, regalándole una sonrisa tensa al sacerdote Isidoro.

—¡¿Qué haces aquí?! —gritó el señor manos arrugadas y laureles sobre la cabeza. Tenía los ojos bien abiertos—. ¡Debemos ultimar los preparativos para el rito de media tarde, estrella mía!

—Lo sé, lo sé… —Apretó el agarre en la bandeja; ¿Ahora cómo iba a librarse del sacerdote? Carraspeó la garganta—. No obstante… Emm… ¿No le agradaría degustar una copa de vino?

El silencio se instaló por varios minutos entre los dos. Isidoro alzó las cejas y todas las arrugas le subieron a la frente.

—De acuerdo… —Dudó—. Sin embargo, no te librarás de tus obligaciones, ¡Eres una Pitonisa! Debes mostrar el ejemplo…

Y siguió hablando mientras estiraba la mano a la bandeja. Pero las palabras se perdieron en el aire para Circe, al tiempo que parecía haber dejado de respirar: el sacerdote agarró la bebida con cicuta. 

—¡No! ¡Señor no…!

Fue demasiado tarde cuando gritó. El señor Isidoro tomó hasta la última gota de un solo trago.

Sin palabra que soltar, Circe retrocedió. Dejó las copas sobre la mesa y continuó retrocediendo hasta quedar a metros del hombre. La cabeza le dio vueltas. Una persona pasó a su lado y se sobresaltó, volviéndose consciente de que había mucho más alrededor; ¿La mirarían a ella? 

Las voces se amontonaron; gritos, murmullos; ¿Es que la estarían juzgando? Después de todo estaba expuesta, vulnerable… El corazón le subió por la garganta.

Por otro lado, el sacerdote la buscó con la mirada.

— ¿Eh? ¿Qué éxito…? ¿Circe? ¿Desde cuándo te has alejado tanto? 

Isidoro ladeó la cabeza. Dió un solo paso antes de quedar congelado como estatua, con los ojos bien abiertos. Miró a Circe directo a los ojos, y se llevó las manos al cuello. Otra sacerdotisa llegó a su lado, sin embargo, la misma no pudo soltar palabra alguna, pues abrió los ojos de par en par, gritando. Atrajo la atención de todos los presentes…

El hombre se desplomó sobre la mesa.

Platos, bandejas, copas y parte del mantel cayeron en un estruendo junto con el sacerdote que comenzó a convulsionar. Las voces se alzaron en alto y los murmullos se esparcieron al tiempo que las personas lo rodearon. 

<< ¿Qué hice…? ¿Qué hice? ¿Qué hice?>> Se repetía Circe en la mente; el sudor frio le cubrió la frente y nuca.

¿Sabían que había sido ella? ¿Le echarían la culpa? Miró a todos lados. Las piernas le temblaron. Nadie tenía la vista sobre ella, no parecía siquiera existir para los demás. Volteó, dispuesta a marcharse, pero no pudo dar un solo paso: Sí había una persona que la miraba, a ella y sólo a ella, sin importar los gritos o la multitud alrededor del cuerpo. 

El señor Cadmo.

Huir fue la única opción que la sacerdotisa logró encontrar por más de que al principio las piernas no le respondieran. Corrió y corrió en dirección al mismo callejón por el cual llegó sin que nadie, excepto él, la observara. Pues las personas prestaron más atención al sacerdote que yacía muerto en el suelo.

Un día después, antes de la llegada del amanecer, dos hombres cargaron el cuerpo al cementerio fuera de la ciudad, guiados por Circe; quien llevaba aceite en el vaso de libaciones para el cortejo fúnebre. Una vez el señor Isidoro enterrado, cubierto por una pequeña montaña de piedras, dejó caer el líquido sobre la tumba acompañándolo con oraciones hacia Hécate; la diosa conductora de almas.

Arrodillada en la tierra, con el sol cubriéndole la cabeza, fue la única en asistir al funeral. Ni siquiera los demás sacerdotes se acercaron, tampoco las sacerdotisas, y los dos hombres se marcharon al instante en que su tarea fue completada. Nadie mostró respeto.

De nuevo, Circe volvió a ser una vergüenza. Ella misma se lo repitió, a la vez que tapó su cara con las manos y los comentarios de las personas resonaron por todas partes:

<<Era un viejo arrugado e insulso>>

<<Un esqueleto andante de ropas iguales a trapos. Mi hija temía por los pobres sacerdotisas que debían verle la cara todos los días>>. 

<<Ya era tiempo de que el Hades lo reclamara, su presencia ya no era imprescindible al templo>>

<<Un favor, un completo favor le han hecho a la ciudad>>

Esas y otras palabras le revolvieron el estómago. Nadie se dignó a preguntarle nada, ni siquiera las autoridades intentaron buscar al culpable; ¿No la vieron correr? ¿O traer la bandeja con copas quizás? No, para las personas, el viejo barbudo sólo era un contratiempo. Lo único malo fue la interrupción del banquete durante unas horas.

Se recostó sobre el montón de piedras. Sollozando, agarró una de las tantas en el montón y el golpe de nuevo contra los demás. Una, dos, tres veces. La imagen del señor Cadmo le vino a la mente; los dientes le rechinaron.

—¡SU CULPA! ¡FUE SU CULPA! 

El grito espantó a los pocos cuervos que observaban desde los árboles. La culpa pertenecía a ese hombre. Sí, si no hubiera decidido perseguirla, nunca habría querido perder la cordura y planear algo tan cruel como un asesinato. 

Pero está hecho. Y con el señor Cadmus o no, ella vertió el veneno.

De su túnica sacó una daga, la reliquia del sacerdote que conservaba en una pequeña caja de madera dentro de sus aposentos. La miró fijamente, una idea igual de macabra tomó forma entre sus pensamientos; ¿Sería lo correcto? ¿O prefería pasar el resto de su vida sumida en la hipocresía y el deshonor? 

Las manos le temblaron. Aprete el agarre sobre el mango del arma y la alzó. Bajo los rayos dorados el filo brilló, apuntando directo al pecho de la sacerdotisa para por fin…

Unos pasos se acercaron.

—La escena es deplorable, querida mía.

Aquella voz rompió el silencio ya Circe se le heló la sangre. Cuando los pasos se detuvieron, miró de reojo al único testigo, no sólo de envenenar al señor Isidoro, sino en verla asesinar a sus padres años atrás.

El señor Cadmus sonriendo con suavidad.

—Tu situación es de lo más particular. Sin embargo, suponía que aún guardabas algo de valor, el cual te guiaría para hacer algo más que… esto. 

—Váyase… —Murmuró ella, obligándose a no levantarse e intentar asesinar al hombre que arruinó su vida.

Si él jamás hubiera existido, quizás las llamas no le hubieran arrebatado la vida de sus padres, quizás seguiría en la casa de campo rodeada de jazmines azules, feliz… Aún así, más allá del odio, no podía hacer nada. Ya sabía que actuar con impulso sólo le traería problemas y lo único que deseaba era terminar con la fila de desgracias que caían una sobre otra. 

<<Fue un error, fue un error…>> Se repitió.

Los pasos se acercaron. 

—La vergüenza te pudre el alma, ¿verdad? Respondeme, querida mía.

Ignoró sus palabras, cerró los ojos con el corazón latiéndole de forma violenta. El sol le dio en la cara, el viento sopló en una ráfaga helada, y empujó el arma a su pecho… Pero esta quedó congelada, a centímetros de la piel: una mano sujetaba las suyas, que le impidieron dar el golpe final.

El hombre la vigila con una mueca de asco.

—Ni el Hades, ni el lugar a donde tu alma vaya a parar, te salvará de las consecuencias —Apretó las manos de la sacerdotisa con mayor fuerza—. Eres una asesina. El exiliado es tu castigo.

Circe abrió los ojos de par en par.

-¡NO! 

Tomándolo desprevenido lo empujó y Cadmus cayó a la tierra. Ella se le abalanzó encima, con los ojos desorbitados, las lágrimas corriendo a yeguas y alzando la daga que clavaría en el pecho del verdadero culpable. 

Pero él le agarró las manos a tiempo logrando que el filo apenas le rozara. 

Un poco más, sólo bastaba unos centímetros más… Circe gritó al recibir un rodillazo en el estómago que la dejó sin aire.

Pronto los dos rodaron entre la tierra suelta forcejeando. La sacerdotisa golpeó, arañó y mordió sin soltar el arma en ningún momento. Aun así, otro grito se le escapó ante un golpe en la mandíbula. Rodaron de nuevo y el hombre quedó sobre ella. Inmovilizándola.

Con la respiración agitada le lanzó una mirada de odio; si, le había dado golpes y dejó varios rasguños que brillaban de un color rojo. Pero estaba prisionera, sujeta de muñecas, a merced de lo que el otro pensaba hacer. 

No podía controlar la respiración. El arma estaba tirada, a centímetros de su mano que intentó estirar para poder agarrarla. Sólo pudo rozar el mango con los dedos. Soltó un grito de pura desesperación y pateó e intentó liberarse. Nada.

Cadmo resopló.

—¡Acéptalo! ¡El destierro te llama! —Acortó la distancia entre sus caras. Sonrió de oreja a oreja, tensando la mandíbula—. ¡Fuera de la polis, lejos de tus dioses, fuera de tu propio ser! ¡Toda la vida arrastrándote y así...!

Un cabezazo evitó que pudiera terminar de hablar. 

Las manos aflojaron el agarre en las muñecas de Cirse, que estiró el brazo, agarró la daga y se la enterró en el cuello hasta el mango.

Un grito retumbó en el cementerio.

Lo empujó de una patada, logrando quitárselo de encima y que cayera a un lado desangrándose. El hombre hundido en el dolor, llevó una mano al cuello como si eso pudiese salvarlo. Segundos más, cayó a la tierra sin vida.

Muerto. El señor Cadmo estaba muerto.

Cirse retrocedió, todavía sentada en la tierra, con moretones y la espalda palpitando de forma dolorosa. Tomó y soltó tantas bocanadas de aire como pudo en un intento de comprender lo que estaba viendo. 

—¿Qué hice…? —Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras se acercaba al cuerpo; lo dio vuelta para dejarlo boca arriba—. ¿Qué hice? ¿Qué hice? ¡¿Qué hice?!

Acercó las manos a la daga, ¿Acaso esperaba regresarlo a la vida? Ni siquiera pudo tocarlo, prefirió llevarse las manos a la cabeza y clavar las uñas en ella, reprimiendo cualquier grito que pudiera soltar. 

Nadie podía verla ahí, por supuesto que no. 

Otra muerte, otra muerte sobre sus hombros. ¿Qué haría esta vez? ¿Sepultar el cuerpo? ¿Tirarlo al río? El señor Cadmo era un extranjero, si el pueblo no movió un solo dedo por el sacerdote Isidoro. ¿Entonces por qué lo harían por un simple ateniense que nada tenía que hacer allí? ¿Verdad…? 

<<Una oveja más del rebaño, una oveja más del rebaño…>> Pensó Circe. Esas mismas palabras trajeron un sentimiento retorcido dentro de su pecho, uno que la hizo sonreír: la persona que tanto la persiguió, quien era el verdadero culpable de la muerte del sacerdote, por fin estaba muerta. Cadmo, su prometido, ya no podría hacerle ningún daño.

Agarró el mango del arma y con un tirón desenterró ésta del cuello. La sangre brotó a yeguas. Mareada, volvió a guardar el arma, se levantó e intentó arrastrar el cuerpo hacia cualquier lugar donde nadie pudiera encontrarlo. Trató, trató tanto como pudo, sin embargo era más pesado de lo que podía llevar.

Los latitos le retumbaron en el pecho. <<¿Ahora qué? ¿Cómo podría ocultarlo?>> 

Un cuervo graznó y Circe chilló. El viento sopló y ella se alejó del cuerpo como si una serpiente la hubiera mordido.

Debía irse antes de que alguien lleguese. No podía verla, nadie, nadie… Miró una vez más al hombre y tragó saliva antes de dar media vuelta para huir.

Atravesó el cementerio a paso rápido, trastabilló más de una vez, pero sólo en una oportunidad cayó; volteó recostada sobre la tierra y alzó la cabeza sólo para observar como una estatua le devolvía la mirada. 

<<Vergüenza, vergüenza, vergüenza>> La palabra se repetía en su mente. De nuevo en pie, corrió y no se detuvo hasta llegar al templo de Apolo.

Los días pasaron, con cada hora los rumores cobraban mayor fuerza, impotencia y enojo. Alguien había matado a un ateniense, esa era la única noticia que rondaba por la ciudad. No sólo las autoridades, sino el mismo pueblo se levantó para encontrar a quien había asesinado tan cruelmente al hombre conocido por sus participaciones en el foro.

Cien personas asistieron a su cortejo fúnebre el tercer día. Creyeron que sería justo mostrarse compasivos ante un pobre hombre que había muerto lejos de su hogar. Más de una sacerdotisa ofreció sus bendiciones, más de una ofrenda se le fue dejada en la tumba. 

Circe lo observar todo desde las sombras de los árboles, pálida, con las tripas pegadas a la columna de no haber comido más que unas rebanadas de pan duro luego del incidente. ¿Pero a quién iba a importarle? Después de todo, las personas estaban concentradas en despedir a un hombre que no conocía, un extranjero que merecía ser echado a las aguas sin más. Porque aquella no era su tierra y esos mismos pensamientos le revolvieron el estómago. Tanto, que mientras la multitud rodeaba la tumba del señor Cadmo, las arcadas le llegaron una tras otra. 

Tres días pasaron, la policía buscó con arco y flecha al culpable. No encontraron nada. Incluso interrogaron a Circe una noche, ella sabía que estaba bajo sospecha, pero lograron solamente hacerle una o dos preguntas antes de que cayera desfallecida en los brazos de otra sacerdotisa. Estaba agotada, escuálida…

Y con la mente hecha un manojo de nervios.

Esa misma noche, después de haber cenado otro pedazo de pan duro y una porción de pescado, dio vueltas en la cama sin poder cerrar los ojos. Las palabras de las personas no la dejaban dormir:

<<Pobre muchacho, tanta juventud, tanto potencial desperdiciado>>

<< ¿Quién podría hacer eso?, el hombre lucía más que encantador y poseía unos modales excelentes. Incluso en su funeral se veía atractivo, era un hombre muy guapo, y encima un hombre de Dios. Un desastre, la policía debe encontrar al asesino y exiliarlo>>

—Exiliarlo, exiliarlo, exiliarlo… —Repitió, empapada por la transpiración fría, sin parar de temblar.

Pateó las sabanas, las cuales terminaron por caer al frío suelo de piedra, y se vistió con su túnica de sacerdotisa. No lo dudó y se dirigió directo a los campos de las afueras, con la daga del señor Isidoro en mano.

Las horas pasaron, la luna brilló en la noche despejada y las puertas del templo de Apolo se abrieron de par en par. La brisa surcó el lugar, apagando vela por vela, incienso por incienso, mientras la sombra de una mujer llegaba desde la entrada.  

Circe corrió bajo el suelo de mármol más frío que la helada en el exterior, hasta caer de rodillas a los pies de la estatua de Apolo, su dios. con una liebre muerta en brazos. Una ofrenda que no tuvo tiempo de traer con vida, o en forma de cenizas. 

Se inclinó hasta que la frente tocó el suelo y sus rizos le cubrieron la cara. Imploró disculpas, rezó en silencio y en gritos. Suplicaba piedad.

No fue su culpa, no lo fue, no… Tuvo que hacerlo, debía hacerlo para sobrevivir. Era una Pitonisa, ¿Cómo iba a traducir los mensajes divinos si era exiliada? El señor Cadmo debía morir por un bien mayor. Tenía qué.

Y el sacerdote Isidoro, oh… pobre hombre. Sin embargo sus días estaban contados, eso dijeron en la ciudad, eso murmuraban las personas que no se dignaron a mostrar sus respetos en el funeral. 

—Un favor… les hice un favor a todos —Murmuró, y elevando el torso dijo—. A todos les llega su turno, ¿Por qué el señor Isidoro no podía irse antes? Viejo arrugado e insulso, barbudo y sin encanto, eso era… eso era… ¡Les hice un Favor! No era más que un viejo pálido, con los ojos revestidos de piel arrugada, repleto de manchas en la cara y pelos en lugares inusitados. Por eso nadie lo extrañaba, y le confirmaban a ella que había obrado según la moral de los tiempos que corrían.

Alzó la cabeza hacia la estatua, Apolo le devolvió la mirada. 

Circe empalideció mientras observaba sus manos ensangrentadas y luego el cuerpo de la liebre. Se alejó asustada, sin poder reconocer lo que había hecho.

Retrocedió, los ojos de Apolo la retaban, le gritaban que era una vergüenza. 

—N-no… ¡No! ¡Debía hacerlo! ¡Moral, fue por la moral y ética de un bien mayor! ¡CRÉEME!

No tuvo respuesta. Se levantó una vez más y huyó, hizo lo único que sabía hacer, lo único que sus pies congelados pudieron cumplir. Abandonó el templo, corrió por los campos de olivos, atravesó los caminos de tierra y se perdió entre la luz de las estrellas.

Fue su castigo, el frío junto con el agotamiento, correr hasta desfallecer. No tenía un rumbo fijo, no sabía si iba a abrir los ojos al día siguiente o no. Ella sola se exilió. Y quien no lo creyera podría preguntarle a las flores de cicuta que crecían entre los canales. Solo ellas y los dioses fueron testigos de la desgracia sobre los hombros de Circe, la Pitonisa más joven del Templo.  de Apolo.

“Si matas una cucaracha eres un héroe. Si matas a una bella mariposa eres malo. La moral tiene criterios estéticos”.  Federico Nietzsche.





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